Decir que tu ciudad o tu pueblo es el mejor del mundo puede entenderse como un acto de patriotismo a veces excesivo. Que un amigo que viene a las fiestas lo diga entra dentro de lo posible. Que una persona que no es de aquí le muestre tanto cariño a esta ciudad merece que le dedique unas líneas en mi blog.
De mi ciudad dicen que es el lugar en el que lloras dos veces: El día en que sabes que vienes a vivir, y el día en que sabes que te tienes que marchar...
No conozco a su autor, pero gracias
"Dicen que para amar algo hay que conocerlo. Y no conozco lugar en el que tal expresión cobre mayor sentido que Albacete. Aquélla ciudad –les habla un alcoyano- es, aún no he logrado entender por qué, objeto de chanzas y rimas más o menos ordinarias y que todos conocemos. Suele reivindicarse incluso como ejemplo de españolidad acomplejada, profunda, atrasada, normalmente en contraposición con las virtudes o méritos extranjeros o de otras ciudades españolas más europeas. De Albacete tan sólo se esperan quesos y cuchillos. Topicazos propios de una ignorancia sin lagunas.
“Está en medio de ninguna parte”, me dicen a menudo, como si entre Madrid y las costas no hubiera vida inteligente ni casa en pie. Y yo digo que está cerca de todo. A dos horas del mar, a dos horas de la capital, nudo estratégico de comunicaciones.
En todas las competiciones deportivas hay un equipo revelación, un conjunto al que nadie espera porque nadie conoce; pues bien, de existir una suerte de torneo de ciudades no me cabe duda que Albacete sería la gran sorpresa, precisamente por haber sido durante demasiado tiempo la gran desconocida. Probablemente no pueda ofrecer espléndidos monumentos, vestigios romanos o catedrales que inspiren novelas. Probablemente, ¿y qué? Conozco pocos forasteros que bajen del autobús buscando desesperadamente las ruinas íberas o el museo de turno. Por lo general, cuando se visita una iglesia ocurre como en las bodas, la mitad se queda en el bar de enfrente. Así las cosas, pareciera que la Catedral de San Juan Bautista se construyera para callar bocas, pues hace menos de un siglo que se concluyó. De modo que el turista de guía en mano y riñonera que se empeña en martirizar a sus amigos con fotos de viajes también tendrá la oportunidad de hacerlo con postales de la ciudad. Amén de la citada Catedral, tiene el Museo de la cuchillería (éste también pareciera hecho ad hoc: ¿no esperan cuchillos? Que se jarten), el nuevo Ayuntamiento, la emblemática Posada del Rosario, o una plaza de toros con toros -que hoy en día ya es mérito-, réplica en miniatura de Las Ventas y que atrae magníficos carteles durante la Feria. Mención aparte merece el Parque Abelardo Sánchez, pulmón verde de la ciudad y seguro que, en proporción, de los mayores de España. De modo que si a nuestro turista afanoso –alampao por mejor decir- aún le queda batería en la cámara podría echar una ojeada a la interesante oferta comercial, Pasaje Lodares, calle ancha hasta el Altozano. Allí que se siente de una vez, y si lo hace frente al Gran Hotel que le tire un par de fotos y marche a llenar el buche. Al Callejón, a Nuestro Bar, al vuestro o al de más allá, es igual, comerá de fábula. Y aunque no es cocina manchega, alguien me enseñó que Il Forno es otra opción a considerar. Que el amigo elija a ojos cerrados: difícilmente se equivocará.
Albacete es ciudad limpia –como suelen serlo las de interior-, cívica-¡los jardines conservan las flores!- y ordenada, muy alejada del catastrófico urbanismo costero. Albacete es emprendedora, sencilla, comercial, de sobriedad castellana y vitalidad manchega. Genuina como pocas pero sin el divismo que caracteriza a otras capitales españolas. Albacete es grande aún teniendo el tamaño ideal.
La Feria, la más divertida de cuantas se celebran en España –y un servidor conoce unas cuantas-, es ejemplo evidente, concentrado en diez días, de las virtudes que adornan la ciudad. Desde el mismo recinto ferial, bautizado la sartén –quizá porque, como dice Joaquín Reyes, la gente se fríe ahí dentro-, hasta el momento vespertino de sidra y miguelitos, pasando por las tómbolas, las luces, las norias, el bullicio, los maniquíes pisando uva, los mejillones gigantes de exrealba, las hamburguesas de los montes del Tirol de Uranga, el Ateneo, los mojitos,pero sobre todo –y en realidad es éste y no otro el motivo que inspira estas letras- sus gentes, su capital humano que dirían hoy los cursis del idioma.
El albaceteño –y este masculino actúa de genérico, últimamente parece que hay que recordarlo- es hospitalario, amable, alegre, sencillo, espontáneo, y con una retranca y un ingenio que ahora, por fin, es conocido en el resto de España. Yo lo dije cuando aún no había ni Hora Chanante, ni Muchachada Nui, ni Tío la Vara, ni Goyo Jiménez: “El ingenio creativo, la agudeza, la chispa que hay aquí no la hay en ningún otro sitio”. Es verdad, prometo que lo dije. Saturados del humor andaluz, a mi entender sobreactuado y cargante, que pivota en torno a la exageración permanente, el humor manchego toma el relevo y supone una bocanada de aire fresco. De Tarifa a Santander y de Alicante a Lugo se habla de asobine, de tollinas, o de guacheras,queexpresiones haya cascoporro y en todos sitios las hemos hecho nuestras.
Un lugar de gente alegre, que sonríe, abierta, y extrovertida, un lugar que conserva la ingenuidad de la mujer bonita que actúa como si no lo supiera.
Albacete, me gusta tu sonrisa."
De Rafael Nuñez Huesca. Gracias